Comentario
La gran síntesis de la colonización y del arte griego en España, a la que hoy los investigadores acudimos aún, es la monumental "Hispania Graeca" de Antonio García y Bellido, publicada en 1948. Arte y colonización -es decir, referencias textuales y arqueológicas, consideradas en su particular vertiente de obras de arte cargadas de información histórica- son los dos pilares en los que se apoya esta obra.
En ella se incluyen, junto con documentos indudablemente griegos, como el Asclepio de Ampurias, otros de forma y gusto helenizante que conforman el horizonte griego en España como son, por un lado, determinadas esculturas ibéricas y, por otro, obras de carácter grequizante realizadas por pueblos mediterráneos como los fenicios de Cádiz o los púnicos de Ibiza. Ello nos plantea de nuevo la pregunta del principio: ¿qué debemos hoy entender por arte griego en España?, ¿exclusivamente el arte realizado por los griegos?, ¿o aquél otro arte de tipo y de gusto griegos, realizado tanto por ellos mismos como por otros pueblos que adoptan la moda imperante de su lenguaje, su modo prestigioso de expresión?, ¿dónde -y con qué criterios- se establecen los limites de uno y otro ámbito? ¿Es un problema de enfoque o de nomenclatura? Pues una u otra postura han conllevado unas determinadas y precisas actitudes ideológicas en torno a la cultura, como la concepción misma del carácter normativo, modélico, del arte y su supuesta vinculación étnica. De este modo, García y Bellido incluye en su "Hispania Graeca" como griegas obras claramente ibéricas como son la Esfinge de Agost, o el Grifo de Redován, halladas en Alicante. Su forma, su lenguaje es, según el autor, griego. Pero hoy vemos estas obras como una manifestación propia de la cultura ibérica del Sureste influida por la moda helenizante y mediterránea que aceptan como signo distintivo, de clase y de poder, los aristócratas locales. Sin embargo, García y Bellido consideraba que las hicieron griegos "sin duda para servir a los clientes connacionales de las colonias del Sudeste". Asimismo la diadema de oro de Jávea (Alicante), parte de un espléndido tesoro de orfebrería local, la clasifica de nuevo este autor como una obra griega occidental pues, según su criterio, sería demasiado perfecta y fina para su degustación indígena. Se asocia aquí de nuevo la presencia de colonias a las obras de arte, en el viejo esquema conceptual de A. Schulten o de R. Carpenter, y la calidad y la belleza se atribuye a lo griego y lo imperfecto y tosco a lo ibérico, un pueblo incapaz incluso de valorar lo bello.
Sin embargo, quedaba ya también en aquella época, latente o claramente planteado, el importante tema de los modelos y las imitaciones, que hoy reconsideramos con nuevos criterios dentro de complejos procesos de aculturación, de mímesis de determinados segmentos sociales, de interrelaciones mutuas. Y en la Bicha de Balazote -que probablemente formó parte de un monumento funerario ibérico- García Bellido había visto modelos directamente griegos, concretamente una imagen del dios fluvial Aqueloo, resaltando en la Bicha esa misma mixtura de toro humano con rostro antropomórfico del ser mítico griego. Se operaba, pues, sobre todo con similitudes formales, buscando la referencia griega. Se apoyaba además la similitud en la representación, más tardía, del Aqueloo en monedas de la ceca de Arse-Sagunto (Valencia) con la representación, claramente helenizante, de un toro con cabeza humana, probablemente la imagen del río que da de beber a la ciudad.
Una variante de esta concepción helenizante del arte mediterráneo concebido como un todo que se interrelaciona a través del arcaísmo jonio la encontramos desarrollada en los trabajos de los años 60 del profesor de Maguncia Ernst Langlotz. Consideraba Langlotz en esta escultura ibérica helenizante un derivado de la escultura colonial, al modo de una expresión occidental o provincial del mundo foceo. En cierto modo se traspasaba anacrónicamente el concepto provincial, justificado en el mundo imperial romano, al impropio ámbito de la Grecia arcaica. De nuevo, mediante los conceptos del arte, el investigador alemán quería dar una entidad cultural propia al debatido aspecto de la talasocracia o expansión marina focea. Langlotz buscó definir un arte particular foceo cuyo perfil y características no están aún hoy claros. Así, al poder político y al impulso colonizador se asociaba, mecánica y forzadamente, una cultura relevante, expansiva y civilizadora. El arte, tangible, parecía el vehículo más apropiado.
Paradójicamente, en nuestro ámbito peninsular hemos vivido hasta momentos muy recientes las implicaciones de todos estos esquemas coloniales de la cultura europea que hunde sus raíces en ideologías y posturas científicas de comienzos de siglo. De hecho, estas ideas, matizadas o transformadas por el pensamiento tantas veces circular de los investigadores, se han mantenido vivas durante décadas. Son concepciones recurrentes que llegan hasta estos últimos años en trabajos como los de José María Blázquez y J. González Navarrete sobre los grupos escultóricos ibéricos de Porcuna (Jaén), que estos autores llaman foceos. Queda aún pendiente, en la investigación actual, precisar cómo el arte ibérico incorpora y transforma el lenguaje griego y a través de qué cauces -técnicos, productivos, sociales- se realiza ese proceso: ¿por medio de artistas griegos itinerantes?, ¿por mediación de los mercenarios ibéricos que conocen las obras de arte griego en el Sur de Italia, en Sicilia y hasta en la misma Grecia?, ¿mediante los influjos de las mismas obras de arte menores que llegan con el comercio, o -en algún caso- a través de modelos que se importaron para reproducirlos localmente? Estos aspectos se relacionan directamente con nuestro tema si entendemos el arte griego como un proceso dinámico y abierto y, por tanto, deben quedar aquí señalados.